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Las broncas toreras, entre el odio y el amor

Por Jorge Raúl Nacif


El aroma de una plaza de toros vive marcado por una constante dualidad. Si el “sol y la sombra” son referencia de la concepción oriental del “ying y el yang”, el vibrar de las emociones no solamente conduce al éxtasis de la felicidad, sino que puede también alcanzar la rabia más profunda.


Al final de cuentas el toreo es justamente eso, un caudal de sentimientos. De hecho, las emociones básicas del ser humano (alegría, miedo, tristeza y rabia) son conjugadas en una tarde de toros como muestra indeleble que la vida misma es reflejada dentro de este apasionante y efímero arte.


Y sí, las pasiones iracundas resultan siempre parte esencial del ambiente que impregna a un coso taurino. Las grandes broncas han sido -y serán- una especie de hilo conductor sobre el que navega el veleidoso ejercicio de lidiar reses bravas, tan cerca del cielo y, a la vez, del infierno.


Sin embargo, no cualquier bronca tiene “torería” dentro de una plaza. Dejando de lado los pleitos de tendido, que a la sazón resultan infinitamente más infrecuentes que en las tribunas de un estadio de futbol, son los espadas quienes causan el enfado entre los diletantes aficionados que acuden no a divertirse, en realidad, sino a emocionarse.


Es por ello que una auténtica marimorena, de las llamadas “broncas toreras”, brota de la frustración ante el impedimento del público para emocionarse con el arte o el valor. Al no poder sublimarse en medio de alegrías, sobreviene el desencanto… y de ahí, a la rabia, solamente hay un paso.


Sin embargo, no cualquier bronca tiene “torería” dentro de una plaza.

Esto exige que la expectación por ver a un torero sea realmente alta. No a todos los lidiadores se les abronca, sino solo a unos pocos elegidos: los ídolos populares, concepto cada vez más infrecuente en la fiesta brava internacional.


Y es que el ídolo despierta pasiones encontradas y emociones colectivas, merced de su personalidad y arrastre. Resulta fuerte la bronca ante el desencanto de no verlo triunfar… pero también se dejan escuchar los pitos cuando las cosas ruedan de manera positiva.


¿Cómo es esto posible? Muy sencillo. Los ídolos no solamente tienen seguidores a raudales, sino también detractores. Las opiniones divididas generaban una pasión en los tendidos que, hoy en día, parece haberse quedado anclada en los archivos de la memoria.


La bronca es, al final del día, signo evidente del interés que un torero despierta entre la afición y la expectación con la que convoca a su público. No obstante, para generar la trifulca hace falta una muy acusada personalidad e, incluso, ser muy buen actor en el redondel para enardecer a las masas.


“Si no puedo estar muy bien, prefiero estar muy mal”, llegó a decir con cierta guasa el maestro Lorenzo Garza. Y es que los toreros de tales tamaños parten plaza evadiendo las diferentes escalas de grises, de tal suerte que la mente divaga entre el no pocas veces cinismo del blanco o del negro.


Sin esa manera de entender la vida y ausentes de personalidad propia, los toreros están solamente voluntariosos cuando el tema no va a más en el redondel; cambian los pitos por leves palmas y, así, ni ganas dan de “mentarles la madre”. En cambio, a los espadas que nos hacen rabiar… ¡Para qué les cuento!


La historia del toreo no aparece tan plagada de esos genios, pero sí que hay ejemplos de “broncas toreras” en figuras españolas de la talla de Curro Romero, Rafael de Paula y, en fechas más recientes, Morante de la Puebla. En ellos no hay cabida para el “empate a cero”; triunfo o fracaso, pero jamás las medias tintas.


En México, el “Ave de las Tempestades” fue quien protagonizó inolvidables zafarranchos, como aquel del 19 de enero de 1947 en la Plaza México, al lado del inolvidable Manuel Rodríguez “Manolete” y Arturo Álvarez “Vizcaino”, ante toros de San Mateo. Su actuación, desganada e insolente, tenía “de uñas” al público capitalino, que lanzaba insultos y cojines al por mayor.


Uno de estos improperios fue hacia la madre del torero. Encrespado, Lorenzo Garza saltó al tendido con el estoque y, dando “mandobles”, fue tras el aficionado. Para no hacer el cuento largo, el diestro norteño acabó esa noche en la cárcel de la Delegación El Carmen, vestido de luces.


No fue la única gran bronca de don Lorenzo, pero quizá sí la más representativa. Y si de cojinizas hablamos, inolvidable la que recibió Luis Castro “El Soldado” en el Toreo de la Condesa el 11 de enero de 1942, cuando desde el burladero mató al toro “Corvejón”, de San Diego de los Padres, ante una lluvia de improperios por parte del público.


Cuenta la anécdota que, una semana más tarde, “El Soldado” pidió uno de los cojines que le habían lanzado y, sobre él, inició la faena con unos ayudado por alto. Esta gesta fue suficiente para recibir el perdón de su público y, como bien dicen, “las reconciliaciones son muy sabrosas”.


Tres toros vivos y rotundo fracaso fue el saldo de la confirmación de alternativa de Amado Ramírez “El Loco” en la Plaza México. Bronca generalizada aquel 6 de febrero de 1955, ante ejemplares de La Laguna, la cual afectó en buena medida la carrera del prometedor matador capitalino.


La tarde del 17 de enero de 1971, Manolo Martínez protagonizó una de las grandes broncas en el coso de Insurgentes. Ante las protestas por la presencia de un toro de Jesús Cabrera, el “Mandón” se metió al callejón y se negó a lidiar al toro, en medio de dimes y diretes. A la postre, tres “trapazos” para luego liquidar al toro de una estocada.


Otros toreros han hecho rabiar a los públicos de una manera estrepitosa. Para muestra, nombres como Rodolfo Rodríguez “El Pana”, Guillermo Capetillo, David Silveti o Miguel Espinosa “Armillita”, quienes tienen en su biografía taurina episodios de estas magnitudes; señal, no obstante, de la expectación que causaba verlos anunciados en un cartel.


Bien dicen que el odio solamente es amor a la inversa. El verdadero fracaso de un torero es la indiferencia, pues significa que en realidad no interesas. Una bronca torera es preferible a pasar inadvertido y no generar emoción alguna en los espectadores; sin embargo, así como es difícil triunfar, que te abronquen no es tema sencillo.


Y si hoy en día ya no es común escuchar de broncas en las plazas de toros, es quizá por la falta de personalidad de nuestros toreros y la ausencia de un verdadero ídolo que sea capaz de movilizar a las masas. El público espera poco…y se le da poco. Triste reflejo de una Fiesta Brava que agoniza palmo a palmo.


Nota de la editora: Este artículo de opinión fue publicado en el primer número del año cero, el cual se puede solicitar por correo electrónico a revistauro@gmail.com.




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