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La plaza, un laberinto

Por Fernanda Haro Cabrero


Detrás de cada elemento que conforma la Tauromaquia se halla cifrado un sentido profundo que no se puede traducir cabalmente en palabras. La plaza de toros no es la excepción y en las siguientes líneas buscamos adentrarnos en ella un poco más que para solamente ocupar nuestra localidad.


De acuerdo con Jung, Chevalier, Ricoeur, Cirlot y otros teóricos, el símbolo posee un significado que la hermenéutica no alcanza a descifrar pero en cambio, que sí puede indicar o sugerir. Y es que para comprender el símbolo, hace falta vivir el símbolo. Experimentarlo como una revelación, casi como vivencia mística. Solo entonces se le comprende íntima y profundamente. Es algo que nos queda como una certeza.


Una plaza de toros es en la mayoría de los casos una construcción, a veces una edificación y por lo tanto producto de la arquitectura y la ingeniería. La arquitectura esa conjunción de espacio y vacío, que se expresa materializando espacios de vida, espacios para la vida, espacios para vivir la vida. La ingeniería sería entonces la suma de inteligencia con la habilidad de imaginar o inventar soluciones. La plaza de toros es una construcción hecha para albergar a los toros, para que se encuentren uno a uno con el torero en el ruedo, ante la mirada de varios miles de espectadores que se dividen entre público y aficionados, posee enfermerías, corrales, toriles, destazadero, palcos, un ruedo, un callejón, burladeros, una entrada para los animales, una entrada para los asistentes, una entrada para los toreros y otra para los asistentes, un patio de cuadrillas, una capilla, gradería y localidades. Tienen una parte de sombra y otra de sol o de luz.


Pongamos que el universo es un espíritu. Un espíritu matemático que se manifiesta a través de la Geometría. Entonces construir templos no era construir la casa de dios, de un dios, sino la casa donde habita lo sagrado y por lo tanto un lugar infinito, inmenso. ¿Un lugar para contener a “la divinidad”? Los templos no son Iglesias, los templos son los espacios para ir al encuentro de la divinidad y los laberintos preceden o custodian algo precioso, un saber. Visto así un laberinto es también un templo y una plaza de toros equiparable también a un templo.


Veamos entonces qué es un laberinto y qué implica adentrarse en él.

Esta primera definición que mencionamos parece suficiente, luego al desmenuzarla, se advierte que no es tan precisa porque no todos los laberintos son lugares en sentido físico, otros más no buscan confundir, sino conducirnos a una claridad mental. Y el verbo confundir que aparece en la definición del diccionario tampoco parece indispensable dado que algunos laberintos, como aquellos que constan de un solo camino, no buscan confundir o extraviar, sino más bien, dificultar el trayecto, ya sea bifurcando los caminos, o bien haciéndolos largos, tortuosos. Los obstáculos del laberinto según Alexander Roob, simbolizan los obstáculos que debe vencer el hombre atrapado en el mundo material: «Esta vida es un laberinto / para que la travesía sea segura, / confía ciegamente en Dios / con verdadero amor y sin hipocresía».


Paolo Santanrcangeli, nos explica que descifrar y definir la sola palabra para nombrarlos puede resultar bastante más difícil de lo que podríamos pensar, entre otras cosas “debido a que el empleo metafórico de la palabra…ha existido desde los tiempos de platón” como figura del lenguaje lo mismo que como imagen. En su diccionario de símbolos, Cirlot nos dice que se trata de una construcción arquitectónica, sin aparente finalidad, de complicada estructura, y de la cual, una vez dentro, es imposible o muy difícil encontrar la salida. Esto vuelve a complicar la definición porque existen, además, muchos tipos de laberintos.


En algunos la dificultad no radica en «acertar con la salida», sino en alcanzar el centro, el corazón del laberinto. Como sucede con el laberinto de Chartres, que alegoriza las dificultades que debe vencer el católico en su peregrinar por la vida para alcanzar el centro, es decir, la redención. Este sitio privilegiado, este centro (espacial), puede simbolizar también el fugaz momento (temporal) en el que se da por superado el reto. El centro sería un no-lugar dentro de un lugar: un instante trascendental, una comunión entre el laberinto y el huésped, que puede incluso rebasar los límites del laberinto y convertirse en una atemporal unión del hombre (el creyente, el héroe) con el universo. Unión del microcosmos que es el ser humano con el macrocosmos.


El laberinto, de ese modo, se revela como una especie de templo o de hierofanía —es decir, como un sitio aislado del espacio profano, como un centro donde puede manifestarse lo sagrado gracias a un sacrificio. Por lo mismo, el laberinto simboliza tanto el miedo a la muerte y a sus peligros, como la trayectoria vital humana y sus obstáculos:


El laberinto simboliza un muro resistente y es un signo de fortaleza inexpugnable. Además, simboliza también la entrega y el compromiso que requiere el esfuerzo necesario para llevar a cabo valiosas e importantes conquistas (…)El laberinto es un símbolo de la vida. Incluso cuando ésta está marcada por la imperfección, el sufrimiento, el distanciamiento, la confusión, el fracaso y los momentos difíciles, el laberinto es un nuevo aliento y una invitación a ponerse en camino. Nos animará a seguir porque hay una meta: al final del camino se encuentra el centro.

La mayoría de los laberintos tienen encrucijadas, pero no es condición necesaria. Resulta discutible, además, que todos se formen artificiosamente, ya que en la naturaleza también existen laberintos como el constituido por las galerías de una cueva, los arrecifes de coral o los canales del oído, los intestinos humanos... Para Jorge Luis Borges, un escritor fascinado por los laberintos de todo tipo, el más formidable es el desierto: ese laberinto de arena “donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso”.


Apuntes al pie:
*Para revisar la etimología de la palabra laberinto que proviene del griego lábrys la palabra que designa al hacha de dos filos, segur del sacrificio símbolo de lo divino. Sin embargo R. M. T. Böhl en su Zum Babilonishen Ursprung des Labyrinthes plantea una hipótesis interesante, que la palabra “labur-inthos” forma parte de una serie de expresiones prehelénicas que harían referencias a piedras, túneles, canteras. Descifrar su etimología tampoco resulta sencillo y no son pocos los que se han dado a la tarea de hacerlo. Una hipótesis atractiva es la de Evans, quien sugiere que proviene de la etimología labrinda que hoy se puede traducir como juego de la caverna o la mina y de ahí entonces resultaría labýrinthos, el juego de adentrarse en la caverna.
** “El acto de recorrer un laberinto figurado en el suelo, en un mosaico, se consideraba como sustitución simbólica de la peregrinación a Tierra Santa” Diccionario de símbolos, Juan Eduardo Cirlot, Pag 273.

Incluso podría ponerse en duda que el laberinto siempre sea un lugar, pues no son pocas las metáforas donde los laberintos designan conceptos abstractos imposibles de definir, como la pasión amorosa que atrapa a Teseo en la comedia Amor es más laberinto, de Sor Juana Inés de la Cruz, pues además de vencer al Minotauro, el héroe ateniense, debe resolver el laberinto amoroso que lo atrapa entre Fedra y Ariadna:


Pues en este Laberinto

donde vivo, ni aun señas

deja la duda al recelo,

para que con riesgos me asalten;

pues con el hilo piadoso

que su amor supo fiarle

sólo a mi valor, mi vida

tuvo en su piedad rescate.


En el Diccionario de símbolos, Cirlot también nos cuenta que los laberintos poseen cualidades muy atractivas y atrayentes, como la fascinación y el horror que produce el abismo. Por otra parte, M. Eliadé refiere que atravesar un laberinto, adentrarse en él se trataba de una prueba iniciática, otra forma de luchar contra el dragón, en la que el objetivo reside no en atravesarlo, sino en una defensa del centro, pues mediante ese centro acceder a la inmortalidad. El laberinto entonces se convierte en una suerte de aprendizaje que permite conocer la manera de adentrarnos en los terrenos de la muerte, en una ida y una vuelta, en sitio para unos pocos, para los iniciados que poseen las herramientas o la habilidad para superar la prueba. O bien para aquellos que tienen el valor de experimentarlo aunque ello pueda resultar en que no vuelvan.


Mientras los laberintos que decoran las catedrales góticas de Francia y simbolizan los pilares de la fe cristiana, hay laberintos en los aristocráticos jardines del Renacimiento, más relacionados con el juego erótico o hermético que con la divinidad. Hay laberintos paganos que se confunden con el inframundo y se sitúan cerca de las tumbas para que los muertos no encuentren el camino hacia los vivos, pero también hay laberintos en los prados ingleses relacionados con la primavera y la fertilidad. Hay laberintos lóbregos que albergan espantosas criaturas dispuestas a zamparse al intruso en cuanto se pierda, mientras que en el alegre laberinto de Versalles los únicos que se perdían eran los amantes clandestinos buscando intimidad.


Hay laberintos literarios, como el que le aguarda a Alicia a través el espejo de Lewis Carroll, o Las minas de Moira de J. R. R. Tolkien, El laberinto de la soledad de Paz, La casa de Asterión, el Jardín de los senderos que se bifurcan, de Borges; Ulises de Joyce o La Odisea misma. Hay laberintos intelectuales como el Primero sueño, de Sor Juana o como el eterno retorno de Nietzche. Hay laberintos cinematográficos como las películas de David Lynch, hay laberintos en la pintura, en la escultura. En realidad, estamos rodeados de laberintos, Santarcangeli lo resume así:


Cuanto más lo pensamos, mejor comprendemos que el objeto de nuestro interés, a mayor abundamiento laberíntico, no cabe en ninguna definición que lo abarque por entero y sin equívocos. Conformémonos, pues, con decir: «Recorrido tortuoso, en el que a veces es fácil perder el camino sin un guía». (…) Las formas del laberinto no tienen límite, constituyendo siempre la adoptada en una época dada, en un determinado contexto social, el sello de un estilo propio, de una concepción de la vida, de una manera de ser.

El laberinto trata de figurar esas pruebas iniciáticas discriminatorias, previas a la andadura hacia el centro escondido en que nos aguarda algo precioso o sagrado. Entre las referencias a laberintos de la antigüedad, destacaremos tres que guardan relación directa con el toro y el sacrificio: El gran laberinto del faraón Amenothep en Egipto cerca del lago Moeris y los dos cretenses de Cnosos y Gortyna.


Hagamos un alto, en el laberinto de Creta, el hogar del Minotauro, donde Teseo se dispone ( la palabra disposición resulta intrínseca a la figura del santo o del héroe) a luchar por su libertad y la de su pueblo. Tanto los ritos dibujados en los frescos del palacio de Cnosos, como en el mito del toro-hombre reúnen los siguientes elementos de carácter sagrado: el toro, la danza, el sacrificio. El palacio de Cnosos podría incluso estar inspirado en el enorme palacio egipcio de Amenotheph que es referido por Heródoto, Estrabón, Diódoro y Plinio por mencionar sólo algunos, se vuelve entonces necesario hacer un apunte sobre Apis el dios toro, un dios solar y masculino. ¿Y por qué él en el centro del laberinto? ¿Por qué un dios con apariencia de toro pero que puede mudarla a la de un hombre? ¿Son entonces toro y hombre las formas que puede tomar este dios que habita el laberinto? Son solo algunas de las preguntas que cabe hacernos.


Esta enorme palacio egipcio que bien pudo servir de inspiración al laberinto cretense, tiene intrincadas forma. Llena de túneles, salas, pasadizos y recovecos. Estaba provista de “una parte solar, terrena (…) dedicada a la vida y una parte lunar, subterránea dedicada a la muerte”. Tal como ocurre en las plazas de toros también, no hay una sola en la que no ocurra esta división entre la luz y la sombra, y es el toro el que sale por el lado de la sombra. La puerta de toriles guarda el misterio y el enigma que acompañan al toro y se desvelan en el ruedo. Que en algunos casos nos regala con el tesoro de su bravura. Espacialmente se ubica en el sitio que recibe la sombra, en cambio la puerta del patio de cuadrillas es la puerta de la luz, y se ubica en la parte de la plaza que recibe la luz solar durante el festejo. Por ella salen los matadores ataviado con sus trajes de luces, resultan ellos figuras apolíneas y el toro en cambio dionisíaca.


A propósito de la cultura cretense , diversos autores han documentado que el toro es un animal de culto y el gran tótem de la civilización minoica, que su presencia era infaltable en los ritos y juegos que antecedían a las ceremonias importantes “donde las doncellas y los jóvenes azuzaban a un toro salvaje, saltando encima de su grupa y ejecutando volteretas prodigiosas, con las manos apenas sujetas a las puntas de los cuernos, mientras el toro embiste.” Este animal es un elemento esencial del compuesto mítico del laberinto cretense en su relación con la tierra. Se trata nada menos que del fecundador y padre del monstruo que habita el laberinto, el Minotauro.


Pasaremos del mito propiamente para quedarnos exclusivamente en el símbolo. La Labrys o doble hacha, podría entonces ser una referencia a la cornamenta taurina manifestada en su doble filo. El hacha es también un símbolo del poder y un objeto sagrado, su asociación al sacrificio del toro es frecuente en los rituales minoicos, y asirio-babilonios. La veneración “del hacha como símbolo se extiende desde Creta y Micenas hasta los Balcanes, y por el norte de Europa hasta Suecia”.


Símbolo de la vida con sus caminos inciertos, sus desviaciones, retornos y confusos. El laberinto se asocia también con iniciación (en algunos ritos iniciáticos, se tiene que recorrer un camino con los ojos vendados, a obscuras, o durante la noche que por cierto esta lleno de trucos, enigmas o trampas que se deben superar los iniciados para poder llegar al centro o bien a la salida) y sufrir en el proceso una transformación (se es una persona al iniciar el recorrido y se termina siendo otro al concluirlo). Adentrarse y salir del laberinto dependerá de su sabiduría o astucia, pues al recorrerlo se va desarrollando la pericia y despertando el ingenio para. Una vez concluido el recorrido, se tiene un conocimiento más o se ha crecido en experiencia.


Una idea que es paralela al laberinto es la de que “guarda” en su interior algo precioso o sagrado. Es por eso que el laberinto no es para todos, a muchos los asusta, a otros los fascina y solo unos cuantos se interna dentro de él. Cómo las plazas de toros, no son para todos, lo mismo que la afición taurina. Vista como símbolo, la plaza cumple con ser un lugar dónde tiene lugar el encuentro con lo sagrado, el sitio dónde se celebra el ritual y el sacrificio, de nuevo como en creta, de uno o varios toros. Pero en vez de ser un sitio para perdernos, los aficionados acudimos a la plaza con el propósito de encontrarnos. De hacer un recorrido al interior de nosotros mismos, de manera que viendo lo que sucede en el ruedo, podamos acceder a nuestro propio centro y al centro dónde nos conectamos con el todo. Con esa disposición de encontrarnos con la divinidad acudimos a una tarde de toros, con la conciencia de que lo que se vive y se experimenta allí, nos transformará irremediablemente.


Una plaza de toros es un laberinto, pero también un templo. Somos uno antes de cada tarde y otro después con posibilidades infinitas en cada una de esas tardes y con cada uno de esos toros, “cuanto más difícil es el viaje, cuanto más numerosos y arduos obstáculos, más se transforma el adepto, y en el curso de esa iniciación itinerante adquiere un nuevo yo” nos dice Chevalier. De la misma forma, cuantas más dificultades presenta el toro en el ruedo, más heroico puede resultar el actuar del torero y nosotros nos transformamos con él, es un acompañamiento solidario y la felicidad de una victoria compartida y colectiva cuando logra entenderse con el animal. El gozo de la fusión de toro y torero es el detonante de la fusión propia y colectiva con el todo que experimentamos en el tendido. En una plaza de toros coexisten como en el laberinto la luz y la sombra, lo apolíneo y lo dionisíaco, la vida y la muerte, la posibilidad de triunfo y también la de fracaso, la gloria o un infierno, lo sagrado en medio de lo profano y a la inversa. Son sitios públicos, pero con cabida para unos cuantos.


Una plaza de toros es un laberinto, pero también un templo.

Según la cábala el recorrer un laberinto simboliza la muerte y resurrección espiritual, es un viaje al interior del sí mismo hasta donde se encuentra el misterio mismo de la humanidad. Simboliza la transformación del yo en un mejor yo, en un yo conectado con el mundo espiritual y material de una forma victoriosa y heroica. Es el triunfo de lo “eterno sobre lo perecedero, la inteligencia sobre el instinto, del saber sobre la violencia ciega”.

La plaza de toros es un laberinto, ese templo al que acudimos dispuestos a transformarnos ya sorprendernos.


Referencias


  • Roob, Alexander. El museo hermético. Alquimia & mística, Taschen, Colonia 2011, p. 563.

  • Santarcageli, Paolo. El libro de los laberintos. Historia de un mito y de un símbolo, Ed. Siruela, España 1997, p.49-50, 95.

  • Candolini, Gernot. Laberintos. Guía práctica para meditar, jugar, construir, celebrar y pintar, Parramón ediciones, Barcelona 2001, pp. 16, 18.

  • Borges, Jorge Luis, “Los dos reyes y los dos laberintos”, en Cuentos completos, op. cit., pp. 318-319.

  • De la Cruz, Sor Juana. Obras completas, Editorial Porrúa, Sexta edición, México 1985, p. 734.


Nota de la editora: este ensayo forma parte del primer número del año cero, el cual se puede solicitar por correo electrónico: revistauro@gmail.com








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