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La plaza de toros, umbral hacia la verdad

Por Fabiola Flores


A veces vale abrir con una larga cambiada, es decir, resolver la embestida por el pitón contrario. Mario Vargas Llosa me ayuda a comenzar de esta manera, he aquí una cita de las primeras páginas de su novela Los cuadernos de don Rigoberto, un personaje comunica a cierto arquitecto sus deseos:

“Nuestro malentendido es de carácter conceptual. Usted ha hecho este bonito diseño de mi casa y mi biblioteca partiendo del supuesto –muy extendido, por desgracia— de que en un hogar lo importante son las personas en vez de los objetos”.

Aquí me propongo defender la idea opuesta, demostrar que en la plaza de toros lo más importante son las personas. Además, en el coso siempre ocurre algo añadido ya que éste funciona como un umbral de acceso, nos brinda un escalón superior de la realidad. Esos edificios —que algunos llaman templos— nos tocan desde sus elementos físicos y arquitectónicos: formas bien concretas que fungen como camino hacia lo abstracto, a cierto amasijo no palpable, una mezcla de humores y estados de ánimo. Eso, lo que no se puede ver. Se podría pensar que éstas son obviedades, pero nunca está de más reflexionar acerca de algo, que, por familiar, no apreciamos con detenimiento. Porque en estas épocas que nos ha tocado vivir se corre el peligro de caer en el hoyo negro de lo incorpóreo, lo ilusorio al alcance de los dedos sobre una pantallita. Señala el filósofo coreano Byung-Chul Han en su libro No-cosas que:


“El orden terreno está siendo hoy sustituido por el orden digital. Éste desnaturaliza las cosas del mundo informatizándolas”.
“Ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Earth y la nube. El mundo se torna cada vez más intangible, nublado y espectral. Nada es sólido y tangible”.

La solución que este pensador propone es el regreso hacia las cosas, pero sólo a aquellas que conllevan un gran significado pues es lo que realmente estabiliza la vida humana. Rico contenedor de significados es el coso taurino, la plaza es “estabilizadora”, objeto concreto y umbral hacia lo real.


Beneficia regresar a los fundamentos: hay que estipular que el vínculo primigenio entre la naturaleza —en su estado original— y la esfera de lo creado por el hombre es la arquitectura. Y las plazas son edificios que, insertados en el paisaje, se reconocen a la distancia, también nos reconocemos en ellos. Entre sus paredes experimentamos el mundo al tiempo que ensanchamos la consciencia, esos estímulos caen en la telaraña interna de las percepciones. Alrededor de una estructura circular, en los días de festejo, experimentamos algo parecido a una atracción gravitacional que emana desde su centro. Caminando hacia la plaza ésta parece que se agiganta, se crece, algunas se vuelven monumentales. Un flechazo a nuestra idea de la proporción.


Lo concreto


Llegar a la plaza. Construcción circular y, por esto mismo, emblema de continuidad; podemos bordear su perímetro al infinito porque no se corta en ángulos fragmentarios. El ruedo, sin aristas, trata de capturar en la materia una idea geométricamente pura. Lo redondo: resultado de siglos de tauromaquia —por aquello de las querencias—, pero también el círculo primigenio de los sacrificios. Desde su punto central todo se desprende y expande, es origen, símil del Big Bang de los astrónomos (por cierto, teoría nacida de la mente de un sacerdote, Georges Lemaître). Ya en el interior del recinto sacrificial existen áreas más sagradas —el altar en las iglesias, la alquibla en la mezquita— como la vedada superficie de la arena, reservada sólo a algunos, por eso no cualquiera la pisa.


Cuando la comunidad accede al coso es de suma importancia la antesala, el umbral; importante porque divide el espacio interior —que convertiremos en habitable— de lo que dejamos atrás. Sentados en círculo nos vemos los rostros, damos la espalda a la ciudad. El vestíbulo es significativo, prepara a la transición y no es un propósito trivial. Para los toreros ese portal implica ir hacia la muerte y regresar, salir de ella, por eso la puerta grande sólo se abre excepcionalmente. El matador se eleva a las alturas, sus pies no tocan el suelo; la levitación como milagro.


Iván Illich destaca una cualidad del umbral: la de ser frontera entre la convivencia que tiene lugar de puertas hacia adentro y la que ocurre de puertas hacia afuera; él acuñó el término “convivialidad”. La plaza es transformada por la comunidad en algo “convivencial”, se vuelve habitable; ya dentro de ella, se despliega ante nosotros la más contundente verdad. Vemos, nos vemos y somos vistos, el aficionado lo mira todo desde cualquier lugar, también está expuesto a todas las miradas; juego repetitivo, bumerang óptico. Atravesamos el umbral, afuera queda la ciudad, el trivial barullo, la comunidad en antesala, después el interior, círculo armónico que ordena el caos. En las iglesias, generalmente, la intención es que miremos hacia arriba, hacia las alturas en fascinada contemplación; verticalidad metafísica. Por lo contrario, la plaza quiere que apunten a su centro todas las miradas, que nadie escape al atrayente núcleo de la arena. Y un gran invento es el banco corrido de los tendidos —otra vez, existen excepciones— porque permite experimentar la situación física más concreta, la de los cuerpos en proximidad exagerada. Piel que casi toca otra piel, mi rodilla sobre la espalda del de enfrente, mi nuca, víctima del libre escrutinio de quien está detrás. La afición habita el coso en la proximidad desmedida de los cuerpos, no hay sensación más real de comunidad, se siente algo que la RAE ha denominado “apiñamiento”. Mi cuerpo, tu cuerpo, sus cuerpos; la tolerancia física en un mundo en el que, día a día, se reduce la proximidad.


El acceso a al cielo es otro requisito inherente al coso, el ruedo no tiene techo para que nadie refute el contraste más patente: la luz y la sombra, el día y la noche, la vida, la muerte; binomios milenarios. Al coso se entra en la tarde y conforme mueren los toros cae la noche, un viaje de la luz a la sombra. Y desde cualquier punto de la plaza se atestigua esta transición, miramos, nos miran y las sombras van cubriendo nuestros rasgos. La enorme ventana al cielo también es una vía de escape a tanta emoción concentrada pues sensaciones tan fuertes tienen que arrojarse en espiral ascendente —aunque hay que reconocer que la mayoría de las veces no pasa mucho. Incluso es bueno lanzar al aire a la tristeza y la desesperanza; allá va, un papalote hecho con el papel del fracaso.


A veces se entra a una sala de conciertos, un teatro o un cine con la luz de la tarde, ya dentro, la iluminación artificial del escenario —o la carencia de esta— es fundamental para la simulación. En las artes dramáticas es imprescindible un pacto ficcional, la relación que se entabla con el actor o la soprano se basa en la simulación; el espectador tiene que creer que lo que pasa frente a sus ojos tiene fundamento. Veo la obra, la película, me conmuevo, salgo y ya todo es oscuridad, no he atestiguado el nacimiento de la noche. Lo opuesto ocurre en la plaza, de ella salimos con un pedazo de realidad en los bolsillos a la vez que se oscurecen los párpados.


...sensaciones tan fuertes que tienen que ser arrojadas en espiral ascendente, aunque hay que reconocer que la mayoría de las veces no pasa mucho.

Si un edificio fuera un cuerpo


Es lo que ha imaginado Guopeng Li —profesor universitario en Dalian, China— y lo ha aplicado a la relación de ida y vuelta que tenemos con nuestro entorno arquitectónico. Además, argumenta que el edificio no se restringe sólo a una materialidad física, también los estímulos que despierta en los hombres forman parte de él: el alma de un coso.


En algunas plazas pueden ser más visibles los huesos que forman su estructura. ¡Ay de mi plaza México, hoy, tristemente cerrada! Quién te viera, fuerte y alta como una mujer del istmo, en perene oposición al terremoto. Los materiales vienen a ser los músculos. Así se nos obsequia algo muy semejante a hombres fibrosos, contundentes: los cosos romanos de Francia; sueños de piedra y roca que le dan peso, gravedad a los milenios. Igualmente es venerable y solemne Ronda, está bien encajada en el planeta ya que lo ha visto todo. Hay otras que exponen, dadivosas, su piel desde el primer momento. He allí a la Petatera, sacerdotisa morena de existencia efímera; del color de la azúcar quemada, y dueña del ritmo que tiene el junco, también baila. La piel de otras plazas da cátedra sobre la proporción humana: Las Ventas, amor y desamor. Al ladrillo se lo percibe más cercano, lo es. Pero si nos ponemos científicos diremos que el ladrillo es “un material de alta resistencia y aislante, tanto acústico como térmico”, teorema demostrado, nada que agregar. La sangre de un edificio es el agua, ésta le pidió a la plaza le concediera un deseo y ella accedió. Resulta que el agua sólo aspira a bañarla algunas tardes, razón por la que quedó estipulada la advertencia: “si el tiempo no lo impide”. Y recompensa aguantar la tempestad ya que, a veces, las mejores faenas son las empapadas. El espíritu de un edificio: sus contrastes de luz y sombra, concepto difícil de cubrir en unas cuantas líneas. A una plaza techada siempre se va con un poco de duda. Es más fácil amar algo como la Maestranza, borracha de autoestima, arroja su brillantez hasta casi punzarnos los ojos. Y la plaza no es menos bella en la penumbra, cuando nos habla desde la espera y el reposo.


De lo abstracto

“Tenemos la necesidad de representar conceptos abstractos, conceptos intangibles que son palabras: paz, verdad, confianza, felicidad.” Michele de Lucchi, arquitecto.

La plaza de toros, espacio que volvemos habitable y, que a la par, nos habita; ensancha el horizonte de nuestras percepciones, nos pide que les demos significado. “Ven aquí”, llama y espera para mostrar la experiencia sensible de estar en el mundo. ¿En qué otro edificio son imprescindibles una capilla, una enfermería, un desolladero? El coso nos habla a través de la materia: palabras de roca, ladrillo, escalera, tendido, puerta. Se estrella en nuestros sentidos valiéndose de textura, color, proporción, temperatura, movimiento, presión, aroma, sonido, etc.


Vamos entendiendo al coso usando cinco sentidos y, quizá, nos nacen otros nuevos para ordenar nociones tan complejas. ¿Es que puede decirse que tenemos un “sentido” del tiempo? Porque en la plaza de toros no hay cosa más evidente que la transición del día a la noche, constancia de que ha pasado el tiempo. De ahí el clamor, el ruego al torero para que “pare los relojes”. El anhelo de que el presente sea un muletazo sin fin, estar eternamente en trance conmovido.


También en las plazas se escucha, en las proximidades los sonidos se crecen, la afición se va congregando y el cuchicheo lo cubre todo. ¿Qué decir de las voces de los vendedores? Rítmicas letanías que embellecen mercancías. Hay plazas más ruidosas que otras, lo sabemos, y en algunas somos náufragos en un mar de pregoneros; decibeles que golpean a dos manos, en una la oferta de chucherías, en la otra, los comentarios más abstrusos o absurdos. Nadie calla. Pero hay plazas que intimidan con sus silencios expectantes y hay tardes color apatía en las que ni siquiera salimos con el timbre de voz del vecino. ¿Y qué hay del sonido más deseado? El de la música que algunos piden a gritos y a destiempo… o no. El pentagrama como una corona porque, exceptuando a las catedrales de La México y Las Ventas, en todos los ruedos el pasodoble es el gozo de los oídos.


Además, en la plaza hay olores, irremediablemente agrupados en categorías opuestas: lo agradable y lo desagradable. ¿Qué decir del efecto omnipresente de los fumadores de puro? Flotan en los tendidos las fragrantes nubecitas que son un reto a la descripción: una mezcla de olores lácteos, herbáceos, un poco de moka y leña, imposibles de evadir, pero preferibles a los cigarros. ¿En qué otro lugar se empalman el aroma a colonia cara con aquellos que nos recuerdan “lo rural”? Cerca de chiqueros huele a establo, a paja y alimento de rumiantes. El patio de caballos, arañazo que nos llega desde el campo, olor a orina animal, estiércol, al pelaje de los equinos. Y el más estremecedor: el olor a sangre del desolladero, allí se acude en veneración al tótem muerto. Su sacrificio no es en vano porque nos hace cuestionar la muerte propia, cualquier sangre se derrama de igual manera sobre la tierra. Los sentidos evalúan al coso y mientras comprendemos parece que nos nacen otros. ¿Cómo explicar que la plaza agudiza las nociones de orientación, gravedad, balance y espacio? Todo confluye en un abanico de humores y estados de ánimo encontrados o, a veces, en sentimientos muy homogéneos.


La colectividad ha manifestado su éxtasis ensalzado —motivado por la belleza— o el desengañado bostezo de la tarde mediocre. Llega la despedida de la plaza y, sea cual sea el resultado, al salir se han descubierto emociones que antes sólo se intuían. En la arena permanece el círculo que simboliza el equilibrio; ni demasiado mucho, ni demasiado poco: la armonía. Nos alejamos considerando el peso de lo verdadero, se ha extendido nuestra capacidad cognitiva y afectiva, la psicología de grupo y la individual. Siempre nos quedará la plaza como respuesta a las pantallas de la esfera virtual y las reuniones vía Zoom; al salir del coso estamos más en el mundo, degustamos el sabor de lo real.


Referencias


  • Han, Byung-Chul (2021). No-Cosas. Taurus, Barcelona, p. 8.

  • Saravia Madrigal, Manuel. Marzo, 2004. El significado de habitar. 23 de enero, 2023. https://www.ivanillich.org.mx/habitar.pdf

  • Li, G. P. (2019) The dynamics of architectural form: space, emotion and memory. Art and Design Review, No. 7. P 194.

Nota de la editora: Este ensayo fue publicado en el primer número del año cero, el cual puede ser solicitado vía correo electrónico a revistauro@gmail.com






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