La periodista Gabriela Guevara me pide unas notas sobre el toro bravo, ¿el toro bravo? Sólo que le escriba algo así como “En busca del toro perdido”, porque lo abundante en esta época es el minitoro descastado y debilucho propio para el lucimiento de las figuras de ultramar y nuestros propios toreros. Entonces, ¿en dónde buscarlos? En nuestra memoria, no hay otro remedio. Empecemos por nuestros recuerdos.
Primera infancia
Allá, en la lejanía de mi infancia, en mi pueblo Coeneo, cuando llegaban las fiestas de octubre, todo era un clamor: ¡Vamos a los Toros, vamos a los Toros!, y los “toros” no eran más que unos cuantos bueyes y cebús que lazaban y jineteaban los rancheros, en un ruedo de trancas acompañados de algunos toreros de la legua muy desaliñados que estaban dispuestos a cuidar a los jinetes si estos eran desmontados violentamente y caían a merced de los animales mañosos, montados y toreados cada año.
Segunda infancia
Un día, sorpresivamente vi caminar por la calle, rumbo a la plaza de toros a un grupo de toreros muy rumbosos, con su distintiva vestimenta. No me fueron extraños, ya había tenido cajas de cerillos con grabados a colores de toreros famosos y por primera vez, en mucho tiempo, se iba a dar una corrida de luces en Coeneo, con los toreros de Acámbaro y toros de Campo Alegre. Según anunciaban los carteles pegados en las paredes, y efectivamente, se mataron cuatro hermosos toros. Era la primera vez que conocía a los Toros Bravos.
Me provocaron gran emoción. Tenían chinita la frente. De inmediato, después de ser muertos, monté guardia en el arroyo del pueblo, esperando a que tiraran los toros, porque según la gente de allí, esa carne no servía, estaba envenenada por la furia del toro y había que tirarla con todo y cuernos. Esperé mucho tiempo y nunca la tiraron. No me pude quedar siquiera con una cabeza de aquellos bellos toros de Campo Alegre.
Pubertad
Pasados algunos años, ya viviendo en la capital, mi papá me llevó a la Plaza México a los toros.
Nos tocó vivir y sentir, una gran corrida, una tarde de locura, vimos a un torero que, de capote y muleta toreó maravillosamente.
Yo no me fijé en los toros, toda mi atención fue para el torero.
Provocó tal entusiasmo en el público que ahogó a toda la plaza en un mar de alegría y se lo llevaron en hombros por todas esas calles de Dios, hasta llegar al centro de la ciudad.
Yo le pregunté a mi papá: ¿vimos al mejor torero del mundo?, nada más se sonrió.
Era El Calesero.
Adolescencia
Vivía en Mixcoac, muy cerca de la Plaza México y cada domingo corría a meterme gratis por la puerta de pases. Era costumbre de la Empresa dejar pasar a la chiquillada a partir del cuarto toro, yo me colaba hasta las barreras de primera fila. Para esa época ya me interesaba por conocer las ganaderías que se iban a presentar.
Aquella tarde se lidiaron toros de Piedras Negras para Litri, Capetillo y El Ranchero. Capetillo cortó dos orejas de regla pero la faena para el recuerdo fue a Dancero de Miguel Báez Litri. quien ya había actuado en la Feria Guadalupana en El Torero de Cuatro Caminos y pasó con cierto temor a la Monumental Plaza de Toros México años antes, en 1951, donde tuvo un sonoro fracaso en las dos fechas que le habían dado. Sus publicistas lo compararon con Manolete y eso sí no lo pudo soportar el público, lo echaron de La México y fue tal el escándalo que salió huyendo de México. Regresó el año 57 al Toreo, a la misma feria y luego a la Monumental por el desquite, y señores... ¡Qué triunfo más grande, una faena histórica, para el recuerdo!, aI toro Dancero, un clásico cárdeno de Piedras Negras; le hizo una faena inolvidable, actuando con tal pundonor, entrega y valor a toda prueba, que logró borrar la imagen dejada años atrás.
Le cortó sólo una oreja por la estocada defectuosa pero la faena ahí quedó para el recuerdo, y desde luego la calidad, bravura y nobleza del toro, que al final, recibió arrastre lento. Junto a mí había un sombrero de charro, que pertenecía a El Taquero (un conocido charro), sin pensarlo, se lo aventé y con la emoción le grité “Te lo regalo, te lo regalo”. Años después supe que en la sala de su casa, El Litri, conservaba un sombrero que le dieron en México y que le recuerda una gran faena.
Juventud
Fue una tarde inolvidable aquel 30 de octubre de 1960 en El Toreo de Cuatro Caminos, se cortaron 7 orejas y dos rabos. Tarde grande, inolvidable. Se organizó a beneficio de Curro Ortega. ¿A qué se debe que se prodigaron los toreros a pesar de actuar gratis?, por solidaridad con el compañero herido y porque se les pegó la gana, además, los toros fueron extraordinarios y no faltó por ahí alguna rencilla propia de los encuentros entre figuras y era la oportunidad para mostrar sus mejores argumentos en esta señalada ocasión en que se lidiaron soberbios toros de Valparaíso.
Arruza cortó las dos orejas de Azteca, un toro de San Mateo, todos los demás fueron de Valparaíso; Capetillo dos orejas de Diablito; las dos y el rabo para Juan Silveti de Farolero, las dos orejas y el rabo de Soldado para Joselito Huertaquien estuvo inmenso; sin suerte Dos Santos, Leal y Del Olivar. Pero, señores, pocas veces en mi vida, o más bien, fue mi primera inolvidable corrida. Toda ella fue pura expresión artística en medio de un mar de bravura, de fuerza, de casta; en suma, fue una auténtica corrida de toros, muy lejos de los descastados y debiluchos actuales.
Todos embistieron con alegría, con temple, con nobleza, menos uno que fue el verdadero diablo, no por malo, por el contrario, con todas sus cualidades muy por encima de lo normal, una bravura desmedida y una casta de, pues de auténtico Toro Bravo. Ahí estaba José Huerta, hombre de gran carácter y gran personalidad, se iba a enfrentar a un toro muy corpulento y muy fuerte que, no queriendo soltar a su presa y mandando al picador a la enfermería, hizo cundir el pánico en la cuadrilla; menos en José.
Aunque muchos años después me platicó que fue la única vez de su vida en los ruedos que sintió pánico, pero, me platicaba...
—Tomé una decisión: o su vida o la mía, y ¡acabé cortándole el rabo!
Yo recuerdo muy bien su faena en medio de un escándalo genial, se encimaban los olés, y el público ya no alcanzaba a separarlos, más bien se escuchaba un clamor continuo, un solo grito de miles de aficionados enloquecidos por la gran faena.
José de inmediato mostró su poder doblándose, castigando al toro y después con la derecha, pero lo verdaderamente prodigioso fueron los naturales... ¡Qué forma tan pura, sentida y templada de interpretarlos!
Al toro nunca había que perderle la distancia, pues había rabia y codicia en su embestida, no permitía el más ligero descuido.
Recuerdo los gritos de torero, torero y aquel toro y aquel torero luchando sin parar, porque esa era la idea que teníamos en el tendido, la de una lucha a muerte en el ruedo.
Cada quien usaba sus armas, el Soldado su fuerza, su indomable casta, su bravura sin fin y José, además de su capacidad de lidiador... su muleta y su destreza para parar, templar, mandar y ligar la serie de excepcionales naturales que nos regaló esa tarde.
Después de la estocada José dio tres vueltas al ruedo y fue paseado a hombros hasta el centro de la ciudad. ¡Habíamos visto la corrida de nuestra vida! y unos toros excepcionales por sus cualidades y presentación.
Como punto final no me aguanto las ganas de transcribir unas líneas sobre Joselito Huerta de un gran escritor taurino regiomontano, Don Evaristo (Tito) Osuna.
“Para tal valor, tal hombre; y para tal verguenza tal dignidad. Todo esto lo trae dentro José, quien nació taurinamente fuerte y sereno porque se forjó sin ese arrojo temerario para establecer la superioridad de la inteligencia sobre la rudeza, y la del arte sobre el artificio”.
JULIO
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